Ha habido días, confieso, en que me he pegado un buen paseo para hacerme con una de sus palmeras de chocolate.
Me cuido, me cuido mucho. Tengo, además, a la mejor nutricionista en la propia familia, mi hermana Mónica.
—Toma más gelatina, no abuses de los hidratos, no cenes tanto...
Pero, de higos a brevas, me paso por Triana a por mi palmera de chocolate.
Como las que me comía cada tarde al salir del cole. Ese momento de felicidad suprema de sentarme frente al televisor en la mesa-camilla y abrir el papel para hincarle el diente. Mis hermanos me lo recuerdan con cierto coraje. Ese momento en que yo venía de la panadería con mi pastel y me lo tomaba delante de ellos. ¡Con tantas ganas que se me salían los ojos!
Tanto tiempo después me gusta jugar a ser ese niño. Me pego la caminata y guardo la palmera a buen recaudo para el desayuno del día siguiente.
Esa noche duermo como un angelito. Me abrazo a la almohada y miro de reojo el reloj, sin poder aguantar a que llegue el amanecer.
A veces es bueno cuidar al niño que hay en ti.
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