Allí nos plantamos este sábado, con la ilusión que proporcionan los sueños trabajados.
Tras lavarnos con agua de rosas las manos, nos llevaron a la mesa. Nos explicaron el concepto del menú, elaborado con productos de la época, mucho antes que nos trajésemos patatas, tomates o cacao de América. Nos tenían preparados para la inmersión.
Quien nos explicaba esto era un chaval de orejas desabrochadas que delataba, por sus ojos y por su acento, que él sí venía de ese continente desconocido por entonces. Con una exquisita profesionalidad, ejercía de maestro de sala y daba las instrucciones al resto de personal para ir sirviendo cada plato.
A mí me sigue produciendo un cosquilleo de satisfacción comprobar que aquéllos que un día debieron dejar su tierra, para hacerse con una vida mejor, consiguen triunfar en su desempeño profesional.
Él nos condujo por ese viaje culinario a épocas musulmanas en las que su tierra hablaba inca, quechua o aymará.
Es maravilloso reencontrarse en igualdad.
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