Me habían confiado una misión a México de cuatro meses. Una serie de eventos mal gestionados llevaron a una gran empresa proveedora de Renault a estar en el punto de mira. Habíamos perdido la confianza en su forma de trabajar y me designaron a mí para asegurar que la situación se enderezaba.
Era un reto complicado. Allí me trataron de forma impecable, cosa lógica, y sufrí escenas delicadas en el despacho de un director de fábrica que se derrumbaba ante mí.
—No cuentes eso que has visto —me rogaba, cuando le informaba de errores garrafales que observaba en la línea de producción—. Te doy mi palabra de que no volverá a ocurrir.
Responsabilizado por la situación, cada día intentaba ayudar a esa gente noble, que trataba de no volver a repetir errores, porque le iba la supervivencia en ello, y al mismo tiempo enviaba un informe diaria a todos mis jefes en Francia para ponerles al tanto de los avances en las acciones acometidas.
En las primeras semanas, a cada correo que escribía (cuando ya era madrugada en París) le seguían múltiples de vuelta con sugerencias, preguntas, solicitudes o tareas a realizar. Yo me desayunaba con ellos y les respondía diligentemente a cada uno.
Hasta que dejé de recibir respuestas. Confiaban, entendía yo, plenamente en mí.
Cuando llevaba varios meses de trabajo decidí inventarme un informe en el que relataba que, en un descuido, me había caído por la ventana de mi hotel y estaba hospitalizado de gravedad.
Nadie, nunca, respondió.
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