No soy creyente, pero ayer por la tarde, al terminar de trabajar, bajé a pasearme por las calles de Sevilla al encuentro de mi espiritualidad.
Vivir en el centro de esta bellísima ciudad es un regalo que no se debe despreciar, así que tiré de recuerdos para elegir un lugar donde apostarme y así disfrutar, de lleno, de alguna procesión.
Decidí ir a las puertas de la capilla de la Veracruz.
Sin prisas, porque no las tenía, esperé media hora a que se abriese la iglesia, instante en el que el silencio se apoderó de la calle. Ya la cruz de guía era un reclamo, 'Coge tu cruz y sígueme'. Un coro a capella, entre campanas, anunciaba la salida.
Con una austeridad sobrecogedora vi pasar a cientos de penitentes de riguroso negro, la mayoría descalzos, sosteniendo sus cruces. Sólo se ven las miradas, y manos de viejos, manos de mujer, manos de jóvenes, manos curtidas y manos aristocráticas agarrando la madera. Todos la agarran igual.
Con enseñas antiquísimas iba abriéndose cada tramo de nazarenos hasta aparecer el paso de madera, imponente, con cuatro hachones verdes.
Una saeta femenina, desgarrada, le daba la bienvenida al Señor, desde un balcón engalanado, a su recorrido por las calles de la ciudad. En cuanto acabó el quejío, una agrupación coral de voces masculinas emprendió la marcha, acompañando al crucificado más antiguo de Sevilla, pequeño, retorcido, venido desde los tiempos en los que la ciudad era puerto de América.
El silencio a su paso era estremecedor.
Silencio heredado de siglos.
Tras la representación colorida de nazarenos de las múltiples hermandades de Veracruz que existen por doquier, llegó el cortejo de la Virgen, a la que precedía una cruz de plata que todo el mundo quería besar, decenas de chavalillos repeinados vestidos de monaguillos repartiendo caramelos y un trío de músicos de cámara, con instrumentos de viento, anunciando la llegada del palio.
Al ver la imagen recordé a mi amigo Eduardo, el Conejo, al que no he vuelto a ver desde la etapa del colegio. Sí, también las procesiones nos llevan a la infancia.
El manto negro de la Virgen se fue alejando, lento, para dar por cerrada una procesión de puro clasicismo, elegancia, misticismo, armonía, majestuosidad. Todo estaba allí, nada sobraba. Cada cual tenía su función. Yo también.
Sí. No soy creyente. Pero ayer no fui a ver una escultura del siglo XVI ni a escuchar música de cámara. Ayer tarde fui a darle emoción al alma. Reivindico la espiritualidad de aquéllos que no creemos en Dios, la capacidad de sentir la pasión de la gente penitente, la emoción de quienes acompañan a su Cristo pidiendo por los que se fueron, el palpitar del corazón ante la grandeza de lo que ha creado el hombre en su búsqueda de la inmortalidad.
Claro que no bajé ayer a la calle como quien va a ver una exposición.
Bajé a sentir lo que siente el pueblo.
El pueblo del que soy yo.
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