Tendemos a comparar con el de al lado y prejuzgar, como si la grandeza la dieran los kilómetros cuadrados, pero no hay más que agarrar un coche y tomar por carreteras secundarias, acompañadas de hileras de álamos, para entender la hermosura de un territorio poblado por gente humilde y orgullosa de lo que es.
Quizás la personalidad se agrande cuando uno se siente pequeño y se afiance ese sentimiento de unidad, de aquí estamos para lo que se necesite, sin los riesgos que ofrece el creerse el mejor de la clase.
El pequeño por fuera suele convertirse en el más grande por dentro.
El portugués cambia de idioma en cuanto descubre de donde vienes y agradece, de verdad, que estés visitando su tierra. Es difícil encontrar actitudes altivas o recelosas en ellos como anfitriones.
Incluso ese punto de tristeza, que existe, forma parte de su característica como pueblo, algo en lo que están educados, en no hacer ruido, en pedir disculpas, en no levantar la voz.
No hablo de que un portugués sea mejor o peor por el hecho de serlo, solo que la sensación que te llevas siempre que lo visitas es de sentirte en territorio amigo.
No hay más que entrar en el monasterio de Tomar para comprender el devenir histórico de este pueblo noble.
Amo Portugal.
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