Estábamos comiendo en uno de nuestros bares preferidos donde, de tanto ir, hemos hecho migas con la dueña.
Hace poco se le murió el padre, antiguo propietario del local, que andurreaba por allí hasta casi el día en el que se fue.
Ella, emocionada, nos contaba lo sociable que era, lo que le gustaba charlar con los clientes, lo bien que se lo pasaba echando los días allí. Lo mucho que le gustaba un lío.
—Era un disfrutón.
Tiempo atrás, nos dijo, se gastó un dinero en comprarse una botella de Luis Felipe, para bebérsela el día de la boda de su hija. Una boda que se malogró tras muchísimos años de noviazgo. Suspiraba narrándonos su historia, con la imagen de su padre en la mirada y esa capacidad inigualable que tienen los andaluces de contar un drama entre risas, hasta que señaló una estantería encima de mi cabeza.
—Ahí está la botella. ¡Enterita!
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