Lo peor que se puede decir de una persona es que lo mejor que te ha ocurrido es separarte de ella.
Así me ocurrió con Fred.
Lo conocí nada más instalarme en París, en 2001. Pronto se instaló en mi vida y en mi casa. Yo no conocía a nadie en la ciudad y él me abrió las puertas de la sociedad francesa. Divertido, atractivo, inteligente, ese hombre me dedicaba palabras de amor deliciosas.
Meses después tuve que bajar un par de semanas a Sevilla, por un problema grave de salud en casa. Él no solo no me acompañó, sino que aprovechó para empezar otra relación que quiso mantener oculta.
La ruptura fue dolorosa.
Años después, cuando ya me movía por la ciudad como Pedro por su casa, se montó en el vagón de metro en el que yo viajaba. Nos enfrentamos palmo a palmo, a centímetros de distancia. Yo, sin responder a su saludo, esperé a que sonara el silbato para salir escopetado del tren, con las puertas cerrándose tras de mí.
Al llegar a mi apartamento el teléfono no dejaba de sonar. Era él. Le dejé hablar. Recriminaba mi actitud infantil por haber saltado así del vagón. Cuando por fin se calló, le expliqué, en la última conversación que jamás tendremos.
—¿Viste cómo salté del metro? Pues ya puedes imaginar lo que tú representas para mí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario