Yo era tan poca cosa que verla aparecer era una subida de autoestima.
Había nacido con bizquera, más pequeño que mis hermanos y
había tenido una enfermedad que me hizo quedarme en los huesos. Iba al colegio
con unas gafas enormes con un parche en mi ojo vago. Tenía todos los condicionantes
para ser un chaval acomplejado, de no ser por haber tenido la fortuna de poseer
un fuerte carácter desde que era un renacuajo.
Lo bueno, además, es que era sorpresa el día en el que venía
a recogerme. Yo solía volver a casa solo, rodeando el campo del Betis, con mi
mochila a cuestas.
Había mediodías, en cambio, en los que ella aparecía. La más
alta, la más guapa de entre todas las madres, con su melena rubia y sus gafas
de sol resplandecientes. Me daba un vuelco entonces el corazón, mi cuerpecillo infantil
ganaba dos centímetros de altura y me agarraba a ella. Yo sabía que todos miraban
cómo me daba dos besos y me achuchaba. ¡Era mi madre!
No podía ser más feliz.
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