Me fuerzo a no querer ser antiguo al analizar nuestros días, porque soy un convencido de que el progreso siempre ha ayudado al hombre a profundizar en su bienestar, incluso porque el cambio está asociado al ser humano. Ninguna generación ha vivido un mundo tan avanzado como el suyo propio.
Ese convencimiento no quita para que me preocupen determinados comportamientos que observo desde mi atalaya de libre pensador.
Uno de ellos es el esfuerzo. Llámenme carca, que no lo soy, pero a todos se nos pasan las horas muertas embobados con vídeos de gatos haciendo travesuras, de olas invadiendo un pueblo costero, de chavales dando sustos por la calle. Horas de relax, necesarias tal vez, en las que nuestra pereza sube a la cumbre de todas las perezas para no hacer otra cosa que pasar con el dedo a otro vídeo tonto de una chica bailando un reggaeton, o de un mono robando en el bolso de una japonesa.
¿Dónde van a parar esas horas perdidas? Sobre todo, ¿dónde van cuando de gente joven se trata? Esas tardes y fines de semana sin hacer estrictamente nada productivo, embriagados por el dulce sopor de los estímulos que nos llegan de todos lados para tener nuestra mente anestesiada, ajena a la producción propia, a la construcción de retos, al esfuerzo del aprendizaje.
Sí, lo sé, la juventud de hoy es maravillosa, abierta de mente, inquieta, preparada. Sí, sé que el panorama que les estamos dejando no es alentador, con sueldos miserables y viviendas inasequibles. Estoy en el mundo.
Yo sí sé que, desde mi atalaya, observo el mundo y no dejo de pensar en que nos estamos aborregando.
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