Mis oficinas estaban en las afueras de París y la combinación con el transporte público era muy compleja, así que durante semanas probé varias alternativas con el coche, hasta dar con el recorrido más directo hasta casa.
El problema era cuando llegaba al túnel que atravesaba bajo el museo del Louvre. Llegaba por la parte derecha de una avenida de cuatro vías y tenía que colocarme, en pocos metros, en el carril derecho. Era el momento más tenso del día. Podría perder quince minutos en avanzar, apenas, la distancia entre dos árboles.
Cuando ya estaba bien enfilado, los conductores de los coches a mi derecha me suplicaban, literalmente, para que les dejara pasar. Me gustaba observarlos, porque esos mismos que acababan de colocarse en el carril bueno eran los que luego maldecían a quienes intentaban situarse delante de ellos. El ángel se volvía demonio en cuestión de segundos. Quien pedía misericordia le negaba la oportunidad al siguiente en pedir clemencia.
Era un aprendizaje diario brutal acerca del ser humano. Del arte del pedir... y de la miseria del dar.
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