A veces somos demasiado duros con nuestras reacciones, por mucha razón que tengamos.
Como si atropellamos a alguien que camina por el centro de una calle. ¡Es que estaba invadiendo el espacio de los coches! Sí, lo estaba haciendo mal, pero no hay por qué matarlo.
Perdemos muchas oportunidades cada vez que sobreactuamos ante una ofensa. Yo lo hice unas cuantas veces y la relación no vuelve a ser la misma. Somos especialistas en poner el listón muy alto para los demás y a ras del suelo para nosotros. Nos indignamos con los malos gestos, pero no nos vemos la cara para comprobar los nuestros. Es fácil poner la lupa para ver qué hacen los otros, pero somos miopes con nuestras flaquezas.
Reivindico el derecho a la equivocación, a la torpeza y al despiste, muy alejados del verdadero monstruo, que se disfraza más sutilmente y que se hace llamar maldad.
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