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martes, enero 25, 2022

Zapatería

Él aparecía firme en la puerta de su zapatería verde. Sonriente.

Pude observarlo unos minutos porque el tráfico no nos dejaba avanzar. La carretera entre Yakarta y el sur de la isla de Java era un absoluto caos de motocicletas, peatones y bicicletas en un desorden incomprensible para un occidental.

Nos ofrecían todo tipo de comida en cuanto el coche se frenaba. Se asomaban por la ventana, miraban nuestras caras de grandes narices y gritaban en voz alta por ver si así nos enterábamos de su indonesio.

No hubo, durante ciento y pico kilómetros, ni un solo momento en el que la carretera quedase libre de viviendas y comercios en sus márgenes. Construcciones de ínfima calidad, asimétricas, sin pintar, muchas sin ventanas, agolpadas unas junto a otras, con muchos ojos mirando desde todos lados.

Escapábamos el fin de semana hacia playas de arena blanca tras casi un mes de trabajo por tierras asiáticas y ese mogollón se nos hacía tan vistoso como agobiante.

Entonces apareció esa zapatería verde. Impecable. Limpia. Reluciente en medio de ese marasmo. Con su dueño, joven, vestido como un pincel, en la puerta.

Hice una foto que perdí, como perdí tantas otras imágenes que en su momento me hicieron comprender la inmensidad del planeta Tierra y el enorme potencial que se esconde en personas que, en cualquier rincón de nuestro mundo, mueren de ganas por ser algo más de lo que se supone que les tocaba ser.

Muero con la gente que lucha por sus sueños.

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