—A la estación, por favor.
El hombre, hablador, me empezó a contar que ese día no tenía previsto trabajar, pero que la lluvia le había hecho abandonar sus planes.
—Eso es una suerte, ser uno su propio jefe —le dije.
Animado por mi respuesta, empezó a soltar por esa boca improperios acerca del mundo mundial, en un discurso lleno de descalificaciones racistas que rozaban la ignominia. Entonces decidí irme de allí sin abrir la puerta.
El taxista, al parar en un semáforo, se giró, extrañado por mi silencio.
—Pensé que se había ido.
—No me apetece hablar con usted.
Quién me iba a decir que algún día tendría el valor de hablar tan claro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario