No hice sino hablarle del 'pomodoro' a Fran para tenerlo pocos días después encima de mi mesa.
Dicen que fue el invento de un estudiante italiano que no conseguía concentrarse para estudiar. El chaval tomó un reloj con forma de tomate que su madre usaba para la cocina y con él se impuso tiempos para no despegar la cabeza de los apuntes.
Desde que me lo regaló, he tardado en hacerme a él, pero ahora me resulta imprescindible.
Ya se puede caer el cielo sobre la tierra, que cuando he marcado 30 minutos de concentración para contestar emails del trabajo, escribir mi próxima novela —o componer estos pequeños textos sin trascendencia— no hay quien me saque de mi mundo.
Estos tiempos nos bombardean con demasiados estímulos, que nos hacen estar en mil sitios menos donde estamos.
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