Sé que muchos de mis amiguillos de entonces estuvieron allí en su salsa, pero a mí no me vino nada bien estudiar en el Claret, un colegio de curas de mucho renombre en Sevilla.
No tanto por la calidad de la enseñanza, sino porque a mí me hubiera venido mucho mejor un ambiente más acorde con el espíritu de apertura de la transición y no un centro tan poco dado a abrir la mente con ideas venidas de fuera. Recuerdo a mis compañeros celebrar el golpe de Tejero y abominar de la llegada al poder de la izquierda. Pero no solo eso, era un ambiente hostil para un chaval que comenzaba a entender su homosexualidad, que sufría la enfermedad grave de una madre, que dudaba de su fe.
Cuando anuncié que no haría la confirmación me apartaron como a un apestado. En los tiempos reservados a prepararla, horas lectivas, me expulsaban al patio, pese a ser uno de los alumnos más brillantes de mi curso.
Fran me lo dice, entre bromas, a menudo.
—¡Qué daño me ha hecho el Claret!
Sí. Daño a él. Porque cuando pude abrir las alas me las tuvieron atadas con cordeles, en esa época adolescente que nunca volverá. De ahí que arrastre desde entonces pudores, miedos y conflictos que debí airear en su momento.
La otra noche, tras un comentario mío en el que me afloraban esas taras emocionales, Fran soltó.
—Si es que somos del Claret.
Yo le miré raro.
—Del Claret soy yo —reivindiqué.
Él, conmigo ya 22 años, me miró con guasa:
—No, Borete. Ya somos los dos del Claret.
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