Hasta de la persona más detestable se puede sacar algo bueno.
Lo había conocido nada más instalarme en París y me entregué a él. Una mezcla de soledad, enamoramiento y ganas de vivir me hizo pensar que me haría feliz, pero apenas necesité unos meses para echarlo de mi casa.
El caso es que, un fin de semana, de ese período mágico en el que yo flotaba con él, pasamos un fin de semana en Niza. Recuerdo la casa, enorme, de sus amigos, encalomada en un acantilado.
—¡Al lado de la de Elton John! —me decía.
En una pantalla gigante pusieron un concierto de Madonna en Sidney y el champán corría de copa en copa.
Me acerqué a una chica que me sonreía.
—Acabo de instalarme en Francia —le confesé—. ¿Qué me recomiendas que lea? ¿Qué cantantes debo escuchar?
Ella tomó una servilleta de papel, me pidió que le sostuviera la copa y me anotó varios autores y otros tantos cantantes. En los años que siguieron, hasta hoy, leí todo de ellos, aprendí todas sus canciones. Aún los sigo, aún los busco.
Toda la Francia que yo amo está en esa servilleta de papel.
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