—Nunca he estado allí. —Siempre estoy deseoso de conocer sitios nuevos—. Todo mi contacto con Nerva ha sido un compañero de mili hace treinta años, con el que hice buenas migas.
Allí nos plantamos, tras visitar aldeas perdidas en medio de un paisaje grandioso de montañas suaves y kilométricos agujeros rojos.
El pueblo estaba animadísimo, así que hicimos por buscar sitio para cenar en la plaza del Ayuntamiento. Echamos un rato intenso, en el que protesté contra el mundo por la poca empatía de nuestra sociedad para escuchar a sus semejantes.
Pasó entonces alguien entre las mesas.
—¡Es él! —les dije—. Mi compañero de mili se acaba de sentar ahí. —En la mesa de enfrente, donde una familia grande estaba pidiendo la cuenta.
No era posible que se alinearan tantas estrellas.
—Acércate —me animó Fran.
Negué con la cabeza. No se acordaría de mí.
—¿Y si no es él? —protesté, pero no tenía dudas de que lo era.
Martín me insistió.
—No vale arrepentirse mañana por no haberlo intentado.
Me levanté y me acerqué a su mesa. Aparecí por detrás de él. Recordaba que se llamaba David.
—Perdona, ¿tú hiciste la mili conmigo?
Él se giró.
—¡¡¡Navarro!!!
Y nos fundimos en un abrazo.
En mis novelas, la vida es así.
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