Su juventud se fue volando y se vio con cuatro críos antes de darse cuenta de que la vida se le iba de la mano de un cáncer no detectado en su momento.
A mí, al niño que se le volvería viajero cuando empezó a caminar solo, a mí no me dio tiempo a llevarla conmigo a recorrer el mundo que no pudo conocer.
Ya sus cuatro hijos hemos sobrepasado con creces la edad a la que ella murió y, aun así, no hay ciudad que visite en la que no me acuerde de mi madre.
¡Cómo hubiera disfrutado de Estambul! De esas mezquitas alfombradas; de los paseos por el Gran Bazar, parándonos en cada puesto, tocando cada tela con sus manos de dedos pequeños; de los tés de manzana que nos hubiéramos tomado para reponer fuerzas.
Me gusta pensar que ella viaja en mí.
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