No me gusta que me riñan. Nada. Nunca. Desde pequeñito. Así que cuando lo hacían, ya me esmeraba yo en que no volviera a ocurrir.
Ese nivel de autoexigencia, con el que nací y que he alimentado con los años, es una de las claves para que la vida me haya tratado bien. Estoy convencido.
Está claro que es más estresante manejarse en ese escenario que implica no fallar, tanto como cierto es que los proyectos no se materializan si no se trabajan.
No sé hasta qué punto esa manera de actuar venía grabada en el espermatozoide o el óvulo que se convirtieron en mí, pero sé que yo he alimentado esa forma de entender mi mundo.
La dignidad es, para mí, una palabra sagrada. El amor propio.
Cuando mi madre, un profesor, un jefe o un entrenador de remo me cantaban los cuarenta por haber hecho las cosas como no debía yo me encerraba en mi habitación, refunfuñando para dentro, para establecer un plan que garantizaría que no volvería a ocurrir.
Sí. Soy apretado.
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