La escritura es una actividad de pura soledad.
Que a veces, muchas veces, queda ahí, sin que nadie destape el tarro de las palabras vertidas en el papel.
Somos pocos los privilegiados que podemos disfrutar del retorno que ese trabajo personal provoca en los demás, sentir así las emociones en el otro a través de dos juegos de soledades, del que se aísla para construir, del que se concentra para descifrar.
Como todo ejercicio realizado sin otra compañía que uno mismo, el escritor es vulnerable a la crítica, o a la falta de crítica. Cuando uno deposita sus textos en otras manos está dando el alma para ser juzgada, lo que no siempre es fácil de llevar.
Yo he tenido la suerte de haber conseguido construir bumeráns muy amables conmigo, repletos de emociones provocadas en quienes los reciben que retornan para decirme 'me llegas al corazón'.
Eso no impide que haya días en los que reina el desconcierto en mi yo escritor, días en los que se hace fuerte la parte insegura de mí para reprocharme mi vanidad, mis propuestas, ese monstruo que todos tenemos dentro que me vapulea, que me dice te repites, no llegas a la altura, no tienes nada que contar, que me acusa de perder el tiempo.
Cuando eso ocurre, recurro a Descartes, a su indestructible 'pienso, luego existo', de modo que me digo a mí mismo 'me emociono con mis escritos, luego valgo'.
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