La pena es degradante, para el que la siente y para aquel que la provoca. Es fea, incluso, la palabra, donde se encierran, con nada que destapemos, la prepotencia del que la siente, un tufillo desagradable que nos envenena, el estigma de quien es mirado con compasión.
La pena hay que transformarla, en cuanto se nos aparece, en comprensión, es mucho más sano, en empatía, porque nadie está a salvo de ser mañana objeto de ese misma reacción por parte de otros.
¿Quiénes somos para pensar que el otro es más infeliz?
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