Me da pereza ser la voz de la conciencia de todo aquel que dice barbaridades.
No siempre tengo la confianza suficiente para poner la cara colorada a alguien que apenas conozco, lo que ocurre es que al no hacerlo se me hace bola el mal rollo en el estómago.
—Me trajo la comida a casa un panchito —decía el otro día un chaval al que aprecio.
¿Un panchito? A las alturas del siglo XXI en que vivimos, nombrar así a un sudamericano por tener rasgos indígenas es lo más paleto, rancio y estúpido que se puede escuchar.
Es degradante, supremacista, descorazonador.
Pero es que se escucha. Mucho. Los moritos, los negratas, los machu-pichu.
Trato de buscar la fórmula para levantar la mano y protestar ante estos comentarios, sin alterarme demasiado, con tono didáctico, con la idea de 'evangelizar' la mínima educación que se le supone a un ser humano.
El caso es que no me sale. Cuando protesto, me altero. Me indigno. Mucho.
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