En la mesa de al lado un grupo de chinos, que de tan educados los confundí con japoneses, se maravillaban con cada plato que les ponían por delante.
Ya al pedir la cuenta, con apuro, el único hombre del grupo suplicó por que le dejasen llevar el platillo metálico de colores donde les habían traído la cuenta.
La camarera le ofreció una servilleta para esconderlo y le hizo gestos para que no se chivara.
Entonces una de las chinas, riéndose con la escena, vio que yo los miraba y abrió los ojos bien grandes en forma de amenaza amistosa.
Yo levanté las manos en señal de paz.
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