Yo tendría ocho o diez años, no tengo idea de qué edad se tenía cuando a uno le hacían tocar la flauta en clase, pero sé que era la EGB porque recuerdo mis ensayos en la puerta enladrillada de entrada al colegio.
Ella era alta, delgada, ¡moderna!, en un ambiente rancio como era el de la institución religiosa donde yo estudiaba. No sé definir cómo vestía, ni qué cosas decía, ni cómo nos hablaba, solo sé que era una mujer rompedora, interesante, ¡viva!
Hasta que llegué a la universidad nunca había sacado un suspenso, yo era el niño empollón, ejemplar, sabelotodo. Salvo con ella, que me suspendió un trimestre de música.
—¡Para!, ¡para! —me gritó, cuando empecé a desafinar con la flauta.
La admiración, entendí, no siempre es de ida y vuelta.
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