Mi abuela hablaba mogollón, pero la quería tanto (y le tenía tanto respeto) que no podía decirle que se callase, cuando éramos pequeñitos, porque no podíamos ver los dibujos animados con tranquilidad.
Entonces, sin saberlo, sacaba mi crueldad infantil como táctica. Cuando mi madre intervenía, poco, para preguntarle algo a la abuela, aprovechaba para montar un drama.
—¡Mamá, así no nos enteramos de nada!
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