Lo regentaba un matrimonio salmantino que me hacía mucha fiesta cada vez que aparecía por allí.
El problema es que esas paellas me sentaban mal. Los sábados se convertían en una odisea para mi estómago, con la sensación extraña de que alguien me hubiese envenenado.
Tardé en relacionarlo con ese restaurante, hasta que un día vi la luz y dejé de ir. Se me quedó un mal sabor de boca respecto a ellos y la sospecha de que había algo en ese plato que no estaba en condiciones.
Con el tiempo fui descubriendo, a partir de otras paellas, de otras tapas, de otros viajes, que lo que me sentaba mal eran los mejillones, que tanto me gustan. Hago por volver a ellos de vez en cuando, pero siempre acaba por hacérseme una bola en el estómago.
Muchos años después, cuando ya no vivía en París, pasé por el restaurante y ya no existía.
Son muchas las veces que hacemos la cruz a los otros por desajustes que son exclusivamente nuestros.
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