Afortunadamente para ella y para mí.
Todo lo que le dije, con apenas 16 años, era cierto. No podía dejar de pensar en ella.
El sexo aún no se había convertido en una limitación, aunque amenazaba con convertirse en un problema que yo no quería ver.
Fue una escena muy bonita. Inocente. Pasional. Tierna. Yo hacía dibujitos con el surco de agua de mi vaso de Coca Cola, mientras ella me miraba con dulzura, porque me quería.
Pero no dijo nada. Como la silla del jurado de La Voz, que nunca se gira. Ella se calló. Aún resuena en mi cabeza ese silencio atronador.
Me fui a casa y lloré, como un crío desconsolado, mi desamor.
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