De hecho, cuando la veo en la carta de los restaurantes, convenzo a Fran para que se las pida, tampoco hay que insistirle mucho, porque disfruto con la fiesta que les hace.
No es que no me guste el sabor, es que lo detesto. Ese amargor final tan específico.
Tengo la suerte de que es mi única tara en lo que a las comidas respecta, los mejillones no cuentan, porque un buen vividor no se puede permitir ser milindris con las alegrías que la vida nos ofrece.
Cuando organizamos cenas en casa, con los amigos, suelo ser yo el que prepara las gildas. Voy insertando la piparra, la anchoa y la aceituna. Así, una y otra vez, mientras miro las caras de mis amigos al comerlas.
En el fondo, mi yo infantil me dice que se están riendo de mí.
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