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lunes, noviembre 09, 2020

Pintura

El día en que llegué a París, para comenzar una etapa de tres años de mi vida, hacía un frío aterrador para un sevillano.

Era la segunda semana de enero, acababa de entrar el euro en nuestras vidas y encontré un apartamento de suelos de madera junto a los Jardines de Luxemburgo donde establecer mi nido.

Mi jefe, español, dejó su puesto a las pocas semanas de yo llegar, tras haberme convencido para trabajar con él meses antes. Me tocaba andar solo en una aventura laboral de la que apenas había preguntado en qué consistía.

Le he dicho a Brigitte que cuide de ti como si fueras su hijo.

Ella era su secretaria. Una mujer cercana a la jubilación, con problemas de movilidad, que se tomó al pie de la letra el encargo.

Tras mi primer día en la oficina se ofreció para guiarme en mi salida en coche de vuelta a casa. Recuerdo el atasco, las rampas a las afueras de Suresnes y una lluvia insistente. Salió de su Scenic en un semáforo, con sus muletas, para indicarme por dónde continuar. Recuerdo sus párpados pintados de turquesa perdiendo el color con el agua, los coches impacientes que trataban de sortearla y la emoción que me provocaban sus ganas de ayudarme.

Una imagen imborrable.

Un mediodía de pocos días después nos encontramos en un restaurante cercano al trabajo.

Me escapo aquí le confesé para no tener que comer en la cantina de la empresa.

Yo también me dijo en voz baja—. Allí nada más que hablan de trabajo.

Desde entonces, y durante tres años, comíamos siempre juntos, la mayoría de las veces en su casa.

¿Vino blanco y ensalada de endivias, Salva?

Tantos años después, hay noches en que hablamos largo y tendido, en la distancia. Se ríe cuando pronuncio su nombre.

Me encanta cómo dices Brigitte.

Echo de menos sus risas al cocinar.

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