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miércoles, noviembre 25, 2020

Perfección

Aprendí a tiempo que lo perfecto carece de emoción.

Nací tan responsable que en mi pequeña cabeza no cabía otra cosa que ser impecable. En mis estudios, con mi familia, con los amigos.

Querer tenerlo todo organizado es una lucha tan imposible de ganar que no crea sino frustraciones. He compartido trabajo con gente tan cuadriculada que todo contratiempo era un sofocón. Yo lo veía de lejos y me aplicaba el cuento.

Dejarse llevar por la incertidumbre no es tampoco la opción.

La clave es encontrar ese equilibrio inestable en que uno tiene tan claras las ideas acerca de lo que se quiere como capacidad para asumir que todo se pueda revolver en un remolino inesperado.

Ser consciente de lo que se quiere tanto como de que todo se puede echar a perder.

Deberían educarnos en la improvisación. No es justo que de pequeños se nos muestre la vida con códigos fijos, porque te los crees. Horarios estrictos, exámenes, notas, disciplina. 

Un día nos sueltan y te agarras a unos pilares muy endebles, crees que el mundo gira redondo, que hay plazos, reglas, causas y efectos. No nos dijeron que todo está lleno de vientos que soplan hacia todos lados, que hay gente que deja de quererte, no nos prepararon para asustarnos con el amor, ni para desbordarnos con el sexo, ni con la debilidad creciente de los que nos cuidaban. No nos educaron para sortear precipicios.

A mí me hubiera gustado que me hubieran dado más sustos de pequeño, que me hubieran desordenado la vida, que me hubieran protegido menos, que me hubiesen tapado los ojos cada cierto tiempo para hacerme girar como una peonza en medio de cualquier parte.

Sin embargo, nos construyeron el paraíso de una infancia a la que siempre queremos volver porque no nos educaron para aceptar que no hay manera de ordenar el mundo.

Me asustan los padres súper protectores. Crean, con mucho amor, futuros ciudadanos infelices.

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