Puede parecer muy tremendo, pero cada cierto tiempo necesito llorar a mi madre.
Una madre que se fue cuando yo apenas acababa de hacer los 18.
Tiene tanto de emoción delicada como de instinto primario.
Son escenas que me purifican, a veces con la luz apagada, a solas, de mi habitación; otras tantas en cenas tranquilas, con Fran, cuando una conversación nos lleva a qué era de mí cuando era un adolescente.
El amor de mi marido puede con todo y sabe que nombrar a mi madre es como darle la kriptonita a Supermán. Así que enlazo eso que le contaba con alguna anécdota del pasado, que me lleva de paseo por esos tiempos en los que yo dormía en la litera de arriba y ella venía a darme, con apenas la luz que entraba desde la cocina, un beso de buenas noches.
Entonces tomo mi copa de vino, brindo con la de Fran y le pido, sin pedirle, tiempo para llorar.
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