Hubo una época en que me vi en un apuro económico, por circunstancias ajenas y cuestiones que no vienen al caso.
Pero acababa de entrar a trabajar y tenía todo el futuro frente a mí.
Así que tiré de mis amigos, de aquellos que sabía que podían, para sortear el bache. Todos respondieron, menos uno. A todos les devolví el dinero antes de lo acordado… menos al que no me lo prestó.
Ese hombre, durante media vida, cada vez que se bebía dos gintónics volvía a sacar la conversación.
—Cómo me arrepiento, Salva, de no haberte ayudado cuando me lo pediste.
Yo le quitaba la importancia que sí tuvo su falta de confianza en mí.
Una década después, me pidió ayuda para comprarse un coche. Y lo ayudé. No por él, sino por mí. Porque aprendí que la generosidad, cuando nace limpia, no necesita devolver la herida.
El ser humano, cuando es joven, piensa que la vida le ofrecerá mil oportunidades de demostrar su valía. Pero no llegan tantas y, cuando llegan, hay que saber elegir.
Nunca olvidaré a quienes me ayudaron: Montse, Bárbara e Ignacio.