Cuando entré en la Galería Doria Pamphili me dirigí del tirón a la pequeña sala donde me esperaba desde hace siglos Inocencio X.
Velázquez consiguió que, nada más entrar en la estancia, ese Papa de mal genio me desbordase con su mirada inquisitorial.
Qué habilidad para captar, para toda la eternidad, el carácter de un individuo.
En ese espacio mágico ocurre algo que te hace ferviente creyente en la potencia del arte, porque justo al lado del retrato de Inocencio X de Velázquez está el busto de Inocencio X de Bernini.
¡Son iguales!
La mejor prueba de la fidelidad a las facciones del pontífice es que dos artistas, pintor y escultor, consiguieron poner en lienzo y piedra a la misma persona.
Siempre tenemos la duda de si los retratos de gente que no existe reflejan en realidad a esa persona que nunca podríamos conocer. Visitar esa galería es la demostración de que sí.
Recorrí el resto de salas con cierta prisa, quería salir a la luz de Roma sin empaparme de más belleza que me distrajera del impacto que me produjo viajar siglos atrás a dejarme avasallar por esa mirada.
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