Si, a mi edad, soy todavía impresionable, no podéis imaginar cómo lo era por entonces. Cruzar el Atlántico y aterrizar entre palmeras y un mar turquesa puso a prueba mi corazón.
Era el viaje fin de carrera y un buen puñado de ingenieritos nos lanzábamos a la aventura del ron, la bachata y las pieles achicharradas.
Yo me apuntaba a un bombardeo.
Al ser mi escuela, por entonces, casi en exclusiva de chicos, el grupo iba de discoteca en discoteca a la búsqueda del sexo femenino. No me quedaba otra que estar ahí.
Cuando nos diluíamos entre la muchedumbre, las chicas locales se nos acercaban, experimentadas, imagino, en tratar con universitarios venidos de Europa.
Yo, con dos Brugal en la cabeza, era presa fácil y las niñas se me acercaban, llamándome por el nombre de donde venía.
—Hola España, ¿me invitas a un roncito?
Qué responsabilidad, pensaba yo, representar a mi país.
Fácil como siempre he sido, invitaba a todos los roncitos del mundo, hasta que empezaban a meterme mano. Ya tenía experiencia para escabullirme a tiempo.
Algunas me enviaban mensajitos en servilletas de papel.
'España, estás muy rico'.
Yo levantaba la cabeza y veía a una chica guiñándome el ojo, que se me acercaba.
—¿Cómo está mi España?
—Tu España está como una cuba.
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