—Me vendrían bien para el trabajo —comenté a Fran.
—¡Pues entra!
Negué con la cabeza y continuamos el delicioso paseo mañanero.
Soy tan tonto que, por mínima simpatía que tenga el dependiente, cuando atravieso la puerta de un negocio es como si firmara con sangre la futura compra de uno de sus productos.
Ya por la tarde, me acordé de las camisas.
—¡Vamos! —insistió Fran.
Hoy ya estoy en el trabajo con una de las dos que me compré, algo arrugada ya.
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