Lo visito, bajo un imponente sol, muchas noches.
Una vez que llegó a él, la bajada es lenta y hay que ir a pie, por caminos de tierra desde donde lo mismo llego a la playa de mi infancia que a un bosque donde la luz del día queda cubierta por las copas de los árboles.
Imagino que es Portugal, pero igual pudiera ser el país que me conviniese.
Ese pueblo empinadísimo está camino del oeste, como si enfilase para Doñana.
Incluso cuando lo atravieso, soy consciente de que no existe fuera del momento en que lo paseo.
Todos tienen ese pueblo, a cada uno se le aparece en un lugar distinto, más o menos cerca de si casa, y tiene calles diferentes de las que recorren el mío.
Yo lo visito a menudo, por la noches, para encontrarme con su luz y descansar de todas las certezas que me abruman.
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