Mis pasos me dirigieron, tras saludar a Colón, hacia la basílica de Santa María del Mar, pura poesía en piedra, un espacio austero de techos altísimos donde me senté a descansar mientras mis ojos iban por libre atisbando cada detalle.
Un intento fallido en el Museo Picasso, ¡cortaron la cola justo delante de mí!, me llevó a la plaza de la Catedral.
Dos chicas impedían el paso a todo el que no entrase a misa, lo que no me desanimó. Con mis mejores palabras, les comenté que hacía años que no pisaba Barcelona, que me quedaría apenas un minuto al fondo del templo, sin hacer fotos. Ellas se miraron, sonriendo, con cara de decirse ¡vaya petardo de tío, la chapa que nos está dando!
Entonces, conocedor de la importancia que le doy al respeto, me hice, por un momento y por partida doble, mentiroso.
—Perdonad, pero voy a entrar, soy católico y he venido a rezar.
Y allí las dejé, tan ancho, mientras subía las escaleras camino de la Catedral.
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