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lunes, agosto 22, 2022

María del Valle

Durante algunos años de mi infancia fue mi segunda madre.
Las dos familias compartíamos una enorme casa en La Antilla cada verano. Con cuatro hijos cada matrimonio, esos meses playeros quedaron para siempre en la retina de los críos que crecimos allí.
Amigas de toda la vida, mi madre y María del Valle acordaron alquilar ese chalet para regalarnos unos veranos divertidísimos.
Ella, fuerte de carácter, con acento grave y fumadora, me tenía calado.
—Borete, siempre llenas el ojo antes que la barriga.
Porque yo siempre quería un filete más, un huevo frito más, un poco más de macarrones, para al final nunca terminarme el plato. Aún me ocurre, cuando salgo a cenar, que me acuerdo de ella al elegir el menú.
Por aquella época, cuando todo el mundo que conoces es tan limitado, pensaba que siempre estaríamos juntas las dos familias. La vida, sin embargo, tenía preparados mil caminos diferentes.
Hubo un verano en el que ya no compartimos esa casa y no lo hicimos nunca más.
Hace unos días me llegó la noticia de su muerte y el estómago me pegó un pellizco. Lloró el niño que hay en mí al recordar a esa mujer resuelta, vividora, de voz ronca, que hubo un tiempo, maravilloso, eterno, dulce, lleno de sol, en el que nos crio.

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