Mantenía a mis amigos embobados. Hacía trampa, utilizaba las historias inventadas por otros para poner a prueba mi capacidad de emocionar, dando pinceladas por aquí y por allá para hacerlas más divertidas o terroríficas en función de los ojos de quienes me escuchaban.
Hubo un verano de adolescencia, cuando mi hermana Raquel me descubrió a Patricia Highsmith, en el que quedé prendado de sus 'Crímenes imaginarios', una preciosa novela en la que el protagonista, un escritor como el que yo soñaba ser, imaginaba el asesinato de su vecina de enfrente, una anciana que vivía sola en una casa aislada, en medio del campo, frente a la suya.
El escritor simulaba cómo un ladrón entraba, la mataba y envolvía su cuerpo en una alfombra, para sacarla de allí. Entonces él hacía lo mismo, sin anciana dentro, para calcular los tiempos, el recorrido, las dificultades de ese asesino. Hasta que un día la vieja desaparece y alguien denuncia haberlo visto a él, sacando una alfombra enrollada de la casa.
No sé cuántas veces lo conté, ni cuántos giros le inventé, pero recuerdo que, por un rato, yo me volvía el centro de atención de mis amigos que, embaucados, me pedían que les contase más.
Yo, un chaval introvertido, con grandes conflictos en la cabeza, había descubierto un don en mí. Sabía contar historias.
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