Este finde le preguntaba a un amigo si no había ninguna mañana en la que, yendo al trabajo, sintiera un ataque de felicidad al pensar lo bien que le trata la vida.
—Jamás, Salva.
En cambio, yo sí. Yo tengo la fortuna de padecer esas explosiones internas de bienestar, aunque duren apenas lo que tardo en arrancar el coche.
Mi gran pregunta es ¿cuánto hay de nosotros mismos en ese pensamiento que surge cada vez que suena el despertador?
¿Hasta qué punto se nace con las ganas de vivir?
Me asustaría pensar que nacemos destinados a observar la realidad con un filtro determinado.
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