Había mucha faena en la fábrica que visitábamos, así que fuimos tres compañeros del equipo de Calidad desde Sevilla: Rafa, cerca de cumplir los sesenta, yo, en los cuarenta, y Migue, el yogurcín.
Tras una paliza de jornada, les propuse ir al Delfines a cenar. Anochecía.
Tánger es una ciudad amable, en la que siempre me moví con tranquilidad, pero la zona donde nos marcaba el GPS se salía de los barrios que yo controlaba.
Así que preguntamos a un transeúnte, que nos miró con cara rara.
—¿Allí queréis ir? —Preguntó, con expresión de espanto. Los tres dijimos que sí—. ¡Pero ya mismo va a ser de noche! —Nos asustamos!— Y tenéis que atravesar ese descampado —el descampado nos produjo terror—, y subir esa escalera... —¡altísima!
Nos infundió tal pánico que salimos los tres corriendo como alma que lleva el diablo. Migue llegó a lo alto de los escalones cuando yo no había llegado al primero y Rafael, asfixiado, corría tras de mí, maldiciéndonos y tocándose el corazón.
—Me va a dar un infarto —protestaba, sin resuello.
¡Qué contagioso es el miedo!
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