Desde que mi memoria alcanza, y recuerdo episodios muy atrás en mi niñez, me ha angustiado el conflicto entre Israel y Palestina.
Es el pecado original de nuestra generación, el eterno combate con el que nacimos y con el que, muy probablemente, moriremos, sin que una posibilidad de esperanza atisbe en el horizonte.
Cuanto más leo sobre el tema, que me apasiona y me atormenta, menos clara tengo mi posición.
Reflejo del alma humana, en el que las dos partes tienen sus razones y sus culpas, desenredar esa madeja se convierte en una misión imposible. Cuanto más nudos deshacemos, más se vuelve a enmarañar el resto.
¿Dónde está la sensatez?, nos preguntamos. Si dos pueblos quieren vivir en paz, ¿por qué no se sientan a dialogar?
Hay tanto odio, tantos muertos, tantos agravios acumulados que no hay quien sepa encontrar la vía de la concordia.
La creación del estado de Israel es tan justa como injusta y ahí radica el problema. Intentamos resolver un dilema que no tiene una solución digna, porque parte de una ecuación mal planteada de base.
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