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jueves, febrero 11, 2021

Buda

Me había tratado con tanto cariño cuando trabajé en Corea que. cuando Hojin Lee me devolvió la visita, yo me entregué como el mejor anfitrión posible.

Desde que salíamos de la fábrica lo llevaba a conocer la Sevilla más hermosa. Cenábamos en terrazas al aire libre, paseábamos junto al río y le presentaba a amigos con los que disfrutar de conversaciones siempre pasionales acerca de nuestras dos culturas.

La última noche él, emocionado y agradecido, me habló de su mujer y de sus hijos. 

Con la timidez propia de los orientales me fue sacando fotos de su cartera para explicarme quien era cada cual, los proyectos que se traían entre manos o, incluso, la situación económica familiar. 

Bebíamos un gintónic en la terraza del hotel Eme, con la Giralda, inmensa, acompañando sus confidencias.

Tanto se aproximó a mí que, por momentos, dudé si no habría querido darme un beso.

Salía al día siguiente temprano hacia su país, así que nos despedimos en esa azotea tras una semana intensa. Fue entonces cuando sacó un paquete:

-Esto es para ti -me ofreció, nervioso.

Por su emoción supe que aquello era algo importante para él.

-Es un regalo que me hizo mi madre -me explicó-. Es un pelo de acero que, milagrosamente, le salió al Buda de su pueblo -yo quería morirme-. Lo conservaba desde pequeña.

Le dije que no permitiría que me hiciese un regalo así, mientras veía a través de un dado de cristal el pelo reverenciado de su dios.

-No lo puedes rechazar -insistió. Yo, torpe, abrí las dos manos para aceptarlo con una inclinación de cabeza.

De vez en cuando, en casa, cada vez que me acuerdo del pelo de Buda, pego un respingo. 

¿Dónde diantres lo metí?

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