Era un período duro de trabajo y pasaba más tiempo en el extranjero que en casa. Al día siguiente tenía que defender un proyecto complejo frente a un auditorio exigente en una fábrica al norte de Francia que no me iba a ser muy indulgente.
Necesitaba abstraerme de todo.
Dejé las cosas en el hotel y tomé rumbo a Bélgica con mi coche de alquiler. Seguí por instinto una ruta que me llevó a la ciudad de Mons. Saqué la novela que leía, El Psicoanalista, de John Katzenbach, y me recorrí el centro histórico maravillado por sus calles empedradas, en una suerte de escapada de mi realidad.
Di con esa catedral. En sus amplias escaleras me senté para viajar a Manhattan. Tenía al doctor Starks aterrorizado con las amenazas de un psicópata y yo proyecté mis angustias en él, me solidaricé con su infortunio hasta olvidar mi jornada estresante del día después.
Entré y salí de la catedral conforme la luz se iba o el frío arreciaba, hasta que horas después cayó la noche y cerré la novela, finiquitada, con el corazón encogido. Ricky, el psicoanalista, ya no volvería a ser la misma persona. Ya se iba de mi vida para siempre.
Sólo estábamos, en esa noche en medio de tantas otras, sin un solo individuo a la vista y con unas pocas luces iluminando las ventanas, Ricky, la catedral azul y yo.
Para nosotros se nos queda.
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