Me atrae compulsivamente la gente inteligente, sea buena persona o no.
Me habían seleccionado, en un proceso formativo dentro de la empresa, para acudir a una conferencia de nuestro presidente, Carlos Ghosn, a la que sólo íbamos a asistir diez personas.
Ese mismo señor que fue apresado en Japón por delito fiscal, apropiación indebida y desvío de capitales, traicionando la confianza de todos los que habíamos crecido profesionalmente bajo su liderazgo, nos iba a hablar durante una hora.
Entró en esa sala enmoquetada como imagino que entraban los príncipes en las audiencias de sus castillos medievales, con la cabeza erguida y sin mirar a sus cortesanos.
Empezó a hablar de forma pausada, con su voz grave, y encadenó una tras otra frases de calado, propósitos de vida, visiones de futuro, en una suerte de mezcla improvisada de lo íntimo con lo industrial, del devenir del hombre frente a la naturaleza, de nuestro papel en el mundo.
Yo sentía algo parecido al síndrome de Stendhal, pero con la belleza de sus argumentos, con su capacidad para embelesarnos, de paralizar el mundo y hacernos creer importantes. Había en su discurso un componente no muy alejado al erotismo, todo un ramalazo de seducción.
La decepción fue enorme el día que lo arrestaron, pero me reconozco rehén de quien sabe hilvanar tan bien las palabras.
Alguien sumamente inteligente me vuelve loco.
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