Desde hace años hay una anciana que se muere en nuestro patio.
Sus gritos de dolor no paran desde no sé ya muy bien cuándo. A cualquier hora del día o la noche, de pronto surgen los ¡ay! continuos que se me meten en la piel para recordarme lo horrible que puede llegar a ser la vida.
Son tres hermanos los que conviven en ese piso. Él es un impresentable y a las dos mujeres las recuerdo, de siempre, asomadas a su ventana, dando los buenos días a cada vecino que salía por el portal.
Cada mañana suenan los gritos desesperados de una a la otra:
—¡Carmen! ¡Carmen!
Es angustioso tener que irse del mundo así.
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