Más incluso en invierno, cuando la ciudad está a oscuras y aun no has interactuado con nadie. Ese rato de abrir correos, de organizar tareas, de revisar indicadores. El cosquilleo de sentirte útil.
Luego viene la primera llamada, el marrón del día, las urgencias imprevistas, el tonto de turno, el café.
Y ese disfrute se difumina para convertirse en trabajo de trabajar, sin ninguna poesía.
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