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domingo, octubre 25, 2020

Cultura

La apreciación de la cultura es directamente proporcional a la sensibilidad.

Es un termómetro que podríamos utilizar para medir la capacidad de un ser humano para sentir. Sentir a secas. Encontrar la emoción, sus emociones. Poder transcender a su propia carne para apreciar de qué estamos realmente hechos.

Yo pondría a dos personas venidas por primera vez de Australia en la puerta del Museo del Prado. Les pediría que entrasen. Les daría libertad para que se moviesen. Activaría entonces el cronómetro para comprobar hasta qué punto es cierta mi teoría, porque creo que el tiempo que pasasen cada uno de ellos en ese templo de la pintura marcaría con precisión el punto de emotividad que habita en su interior.

Los más críticos de la cultura, no hay que ser adivino, son aquéllos que tienen más dificultad para empatizar, para conmoverse con lo ajeno, para interpretar la realidad con ojos lejanos a lo material.

El ser humano lo es por su capacidad de transcender, de crear, de inventar universos artificiales donde refugiar sus miedos, de recrear paraísos.

Un aria de Puccini, un cuento de Margaret Atwood, un poema de Lorca, una Menina velazqueña, un verso de Cernuda, Marlon Brando en un Tranvía llamado Deseo, una vidriera de la catedral de León, un rato frente a un Rothko, Chavela Vargas desgarrada, Roma entera, Woody Allen, una escultura retorcida en acero de Chillida, la dulzura de una bailarina de Degas...

Apreciar la cultura es admitir que no todo lo hemos hecho mal.


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