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martes, octubre 20, 2020

Bárbara

Hay amistades irrenunciables que se desvanecen de muerte natural.

Relaciones que vienen tan de lejos que la pulsión es familiar, personas que entraron en tu vida cuando no había en tu aproximación a la gente ningún interés que no fuera el puro instinto. Tiempos en que no imaginabas, ni por asomo, que algún día construyesen su mundo lejos del tuyo.

No sé si admirar a aquéllos que mantienen su círculo de amigos intacto desde la época de la EGB. Confieso que sería ideal, tanto como artificial, en mi caso, de haberlo conseguido. Y es que en la vida nos desparraman de cualquier manera para que nos agarremos al compañero de pupitre como alma gemela. No hay grandes elecciones, más bien el azar es quien nos une.

Hace falta cambiar varias veces de piel para medio saber lo que uno quiere y para cuando uno lo medio sabe ya tu inseparable compañero de entonces ha cambiado otras tantas la suya.

En todo caso hay días tontos en que un simple olor, una risa floja, un paseo por una calle te hacen recordar a esa persona. Momentos en que te planteas, con cierto remordimiento, qué nos separó, por qué no luché más por ella, qué hicimos mal.

No hace falta más que un poco de análisis frío para comprender, y admitir, que no se pueden forzar las cosas, por mucho que sepas que a esa persona siempre la querrás, que se te caerá el alma el día en que le pase algo, que te alegrarás de corazón cada vez que se cruce en tu camino.

No hay que alimentar culpas, sino disfrutar recuerdos.

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