Hubo un día en que mi añorado entrenador de remo, Anchoa, me dijo que era muy bueno contando historias. Yo era un chaval enclenque de no más de quince años, no muy dotado para el remo. Me quedé en blanco. Es cierto que esa tarde, en ese momento, en los campos de entrenamiento de Mequinenza, tenía a todo un grupo de compañeros en corro a mi alrededor, atentos a mis anécdotas.
Hubo un estafador que un día me alegró los oídos tras enviar mi primer manuscrito a una editorial. Me sacó los cuartos, publicó mi novela, mala, deslavazada y naif, me enfrenté a la sensación de ser leído por desconocidos.
Hubo un crítico literario que desbrozó mi tercera novela en una crítica entusiasta, que señaló sin compromisos, qué es lo que faltaba en ella para hacerla grande. El joven que era yo lo anotó todo.
Hubo una llamada desde el Ayuntamiento de San Fernando, en Cádiz, en que me anunciaban que un jurado de cinco grandes escritores había seleccionado mi cuarta novela como finalista de un Premio Internacional.
Hubo un editor, de trayectoria contrastada, de edad avanzada, fumador y delicado de salud, que puso toda su confianza en mí. Esa novela me abrió la puerta a una gran editorial y fue llevada al cine.
Hubo años para aprender del retorno que me daban lectores de toda España.
En justo un mes presento mi séptima novela, la más trabajada de todas, la menos dramática de ellas, la más compleja. Espero que la más divertida. En ella condenso el aprendizaje de tantos años de trabajo y, no menos importante, de toda una vida de amor por la literatura.
Una historia donde mi primer objetivo es que quien se gaste su dinero en ella, pase grandes momentos al leerla.
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